Interrumpir la vida de una ciudad es siempre un acto extraordinario. Llenar las calles de jóvenes venidos de todos los rincones del mundo es un recuerdo emocionante. Una Jornada Mundial de la Juventud es eso y mucho más.
Organizar una JMJ requiere literalmente millones de horas de trabajo, poner a disposición de los jóvenes recursos de todo tipo. Si da frutos espirituales en proporción a los desvelos, habrá valido la pena, todo por una razón educativa, comunicadora, evangelizadora: El objetivo de un acontecimiento como este es presentar a Jesucristo a muchísimos jóvenes, y ser capaces de que entiendan que seguirle es camino seguro para encontrar la felicidad.
Son los jóvenes a quienes debemos mirar estos días con especial predilección y descubrir el secreto de un sorprendente fenómeno: en el mundo de los jóvenes se está produciendo una “revolución silenciosa”, cuyo escenario más amplio son las Jornadas Mundiales de la Juventud. Jóvenes que suscitan interrogativos entre los cristianos y no tienen miedo de manifestarse como tales, jóvenes que no quieren dejarse intimidar y menos aún engañar, jóvenes que aportan la ilusión y la pasión para ejercer el cambio.
Estos encuentros siguen sorprendiendo dentro y fuera de la Iglesia. Y son la fotografía de una juventud, muy distinta de la que proponen algunos, sedienta de valores, en búsqueda del significado más profundo de la vida, con el anhelo de otro mundo distinto al que nos encontramos cuando llegamos.
Hoy, un importante porcentaje de los participantes de las JMJ vienen de realidades familiares, sociales y culturales muy diversas. Muchos de estos peregrinos jóvenes no gozan de puntos de referencia cristianos en sus contextos. En este sentido, la vida de muchos de ellos se parece al surf: no pueden pretender cambiar la ola, sino adaptarme a ella para dirigir la tabla adonde quiera. Estas caras radiantes de la Iglesia se levantan todos los días con el deseo de ser mejores seguidores de Jesus en medio de su familia, amigos y conocidos.
Los jóvenes poseen la fuerza para entregar lo mejor de sí mismos, pero deben saber que esta entrega es viable, necesitan la complicidad de los adultos, necesitan creer que esta lucha no es estéril ni está condenada al fracaso. Por eso, las jornadas son un modo de hacer experimentar a los jóvenes la sinodalidad, el estilo peculiar que caracteriza la vida y la misión de la Iglesia. La pertenencia a su comunidad eclesial local implica formar parte de una comunidad mucho más grande, universal. Una comunidad donde necesitamos de todos para “hacernos cargo del mundo”, jóvenes y adultos
Para ello es necesario cultivar algunas actitudes para esta nueva espiritualidad sinodal. La JMJ nos permite:
– compartir las pequeñas historias de cada uno, experimentando la valentía que supone poder hablar con libertad y poner sobre la mesa conversaciones profundas que nacen de dentro;
– aprender a crecer junto a otros y apreciar cómo vamos sumando también, aunque sea a distintas “velocidades” (estilos, edades, visiones, culturas, dones, carismas y ministerios en la Iglesia);
– cuidar “espacios verdes comunitarios” para nuestra relación con Dios, atender nuestra conexión con la fuente de vida, con Aquel que se cuida de nosotros, enraizar en él nuestra confianza y nuestras esperanzas, descargar en Él nuestros afanes, para poder “hacernos cargo” de la misión que deja en nuestras manos;
– aceptar y acoger la propia fragilidad que nos conecta con la fragilidad de nuestro mundo y de la madre tierra.
– ser una voz que se une a muchas otras para denunciar los excesos que actualmente se cometen con el Planeta y emprender acciones comunes que contribuyan al nacimiento de una ciudadanía más responsable y ecológica.
– reorientar juntos los procesos pastorales desde una perspectiva más abierta e incluyente, que nos disponga a “salir al encuentro” de todos los jóvenes allí donde está, y hagamos entre todos visible y real el deseo de ser una “Iglesia en salida” que se acerca a creyentes y no creyentes, y se convierte en compañera de viaje para el que quiera o necesite.
En definitiva, una Iglesia sinodal que propicie un cambio de corazón y de mente que nos permita afrontar nuestra misión al MODO DE JESÚS. Una invitación a sentir sobre sí nosotros mismos el toque y la mirada de Jesús que nos hace siempre nuevos.